martes, 19 de agosto de 2014

Historias de la niña enojada. IV: Las telas de maruja

Desde muy temprano, en la casa de mi niñez, se escuchaba el pedaleo de mi madre en la máquina de coser. Traca-traca, traca-traca-traca, traca-traca-traca.
Haciendo el dobladillo del pantalón del almacenero; arreglando la camisa del hijo de la vecina; colocando un cierre en el vestido de la escribana de enfrente. Los clientes de mi madre la modista eran como ella, gente del barrio, trabajadores que usaban ropas de telas rústicas y sin diseño.
Pero mi madre también sabía hacer bellos vestidos, trabajar la seda y la organza, colocar puntillas, y combinar el tul con muselina. Con esos materiales mi madre trabajaba con más entusiasmo, diseñaba moldes, extendía sobre su mesa de trabajo las telas y parecía bailar alrededor de ellas, observando sus pliegues, eligiendo con cuidado el mejor lugar para apoyar la tijera y rasgar el tejido con delicadeza. Cuando yo la observaba trabajar en esos momentos sentía que algo de la madre que conocía se marchaba y llegaba otra mujer a la que nunca le hacíamos espacio en nuestras vidas, a la que ni siquiera ella se permitía invitar.
No habría conocido esta otra faceta de mi madre, la modista del barrio, de no haber sido por Maruja, una mujer rica que tres o cuatro veces al año llegaba a nuestra casa, en un brillante auto negro con chofer, para que mi madre cosiera para ella.
Yo le tenía miedo. Era una mujer muy alta, de cabellos renegridos y largos y pómulos empolvados, que olía a perfumes dulces y espesos.
Cuando el auto negro estacionaba frente a casa mi madre suspiraba aliviada. Maruja era rica y generosa, pagaba por adelantado y nos sacaba por unos cuantos días del arroz y la polenta.
Además Maruja traía metros y metros de telas exóticas, de países a los que viajaba habitualmente, y nunca aceptaba que mi madre le devolviera los retazos sobrantes.
De esos ratazos tuve en ocasiones una blusa nueva para ir a un cumpleaños o una pollera hermosa para la nochebuena.
Algunas veces me pregunté, y todavía siento vergüenza, por qué razón aquella mujer imponente, acaudalada, que compraba sus telas en Europa, elegía a mi delgada y ojerosa madre para confeccionar sus ropas. Como nunca encontré una respuesta satisfactoria acabé aceptando que mi madre, a pesar de mi descrédito, era una gran modista escondida en un barrio marginal a la que Maruja había descubierto.
Pero cuando llegaba Maruja a nuestra casa yo sentía miedo. La rabia vino después, desde aquella tarde cuando llegó como siempre de improviso en su coche negro con chofer y yo salía de casa con mi pollera floreada, igualita al vestido que ella llevaba puesto. Entonces fue que percibí por primera vez aquella mirada que desde entonces he detestado tanto, una mirada iluminada por la dulzura y oscurecida por la lástima, como hacia un cachorrito al que rescatás de su desgracia y por esa razón sentís que te pertenece.
Nunca volví a usar esa pollera hecha con los retazos de telas de Maruja.


No hay comentarios: