Desde muy temprano, en la casa de mi
niñez, se escuchaba el pedaleo de mi madre en la máquina de coser.
Traca-traca, traca-traca-traca, traca-traca-traca.
Haciendo el dobladillo del pantalón
del almacenero; arreglando la camisa del hijo de la vecina; colocando
un cierre en el vestido de la escribana de enfrente. Los clientes de
mi madre la modista eran como ella, gente del barrio, trabajadores
que usaban ropas de telas rústicas y sin diseño.
Pero mi madre también sabía hacer
bellos vestidos, trabajar la seda y la organza, colocar puntillas, y
combinar el tul con muselina. Con esos materiales mi madre
trabajaba con más entusiasmo, diseñaba moldes, extendía sobre su
mesa de trabajo las telas y parecía bailar alrededor de ellas,
observando sus pliegues, eligiendo con cuidado el mejor lugar para
apoyar la tijera y rasgar el tejido con delicadeza. Cuando yo la
observaba trabajar en esos momentos sentía que algo de la madre que
conocía se marchaba y llegaba otra mujer a la que nunca le hacíamos
espacio en nuestras vidas, a la que ni siquiera ella se permitía
invitar.
No habría conocido esta otra faceta
de mi madre, la modista del barrio, de no haber sido por Maruja, una
mujer rica que tres o cuatro veces al año llegaba a nuestra casa, en
un brillante auto negro con chofer, para que mi madre cosiera para
ella.
Yo le tenía miedo. Era una mujer muy
alta, de cabellos renegridos y largos y pómulos empolvados, que olía
a perfumes dulces y espesos.
Cuando el auto negro estacionaba
frente a casa mi madre suspiraba aliviada. Maruja era rica y
generosa, pagaba por adelantado y nos sacaba por unos cuantos días
del arroz y la polenta.
Además Maruja traía metros y metros
de telas exóticas, de países a los que viajaba habitualmente, y
nunca aceptaba que mi madre le devolviera los retazos sobrantes.
De esos ratazos tuve en ocasiones una
blusa nueva para ir a un cumpleaños o una pollera hermosa para la
nochebuena.
Algunas veces me pregunté, y todavía
siento vergüenza, por qué razón aquella mujer imponente,
acaudalada, que compraba sus telas en Europa, elegía a mi delgada y
ojerosa madre para confeccionar sus ropas. Como nunca encontré una
respuesta satisfactoria acabé aceptando que mi madre, a pesar de mi
descrédito, era una gran modista escondida en un barrio marginal a
la que Maruja había descubierto.
Pero cuando llegaba Maruja a nuestra
casa yo sentía miedo. La rabia vino después, desde aquella tarde
cuando llegó como siempre de improviso en su coche negro con chofer
y yo salía de casa con mi pollera floreada, igualita al vestido que
ella llevaba puesto. Entonces fue que percibí por primera vez
aquella mirada que desde entonces he detestado tanto, una mirada
iluminada por la dulzura y oscurecida por la lástima, como hacia un
cachorrito al que rescatás de su desgracia y por esa razón sentís
que te pertenece.
Nunca volví a usar esa pollera hecha
con los retazos de telas de Maruja.
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