Casi amanecía.
Todas las personas que amaba estaban
muertas o dormidas.
El ruido manso de la
laguna golpeando contra las piedras de la orilla acunaba a la nostalgia como a un
niño bello y frágil.
Yo estaba, como siempre, sin saber qué hacer. Esperando que
vinieran a buscarme. Esperando que me pidieran algo. Esperando que resucitasen
o despertasen. Pero nada de eso sucedía aquel amanecer de verano.
En la casa se
escuchaba la respiración de los que dormían y en el mato, entre las ramas
húmedas, leves sacudidas de hojas y aleteos de pájaros. Quería imaginar que
eran los fantasmas de mis amados pero sabía que no eran más que el
augurio de un nuevo día, largo, denso, caliente, en que yo debería seguir
viviendo sin ellos.
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