Pensé
que se habían olvidado de ir a buscarme a la escuela. La maestra,
sentada junto a mi en la escalinata, me observaba con gesto
compungido. No eran muchas cuadras, tal vez seis o siete, pero nadie
dejaría que volviera a casa sola. Creo que tenía ocho años.
Era
otoño. Soplaba un fuerte viento helado y las hojas se arremolinaban
contra mi portafolios de cuero marrón apoyado en el suelo. Pienso
que pasaron muchas horas, pero supongo que habrán sido apenas unos
minutos, porque los niños siempre estamos ansiosos cuando pensamos
que no nos aman. Entonces lo vi venir, cruzando la avenida, y mi
corazón comenzó a latir a prisa, como siempre que él estaba cerca.
Tenía
veinte años, el pelo por los hombros y usaba un poncho de fibras
naturales que alguien le había regalado. Era hermoso. Mi hermoso
hermano mayor.
No
importaba haber esperado porque me tomó de su mano y comenzamos a
caminar hacia casa. Entonces él me contó que había muerto el gato;
que lo habían buscado por todas partes para que yo no me pusiera
triste al volver de la escuela y que finalmente lo habían encontrado
en el sótano, que había muerto. Lo dijo con voz grave y pausada,
mientras me apretaba la mano un poquito más fuerte de lo habitual.
Ya
no hablamos más hasta llegar a casa. Fue cuando mi hermano subió a
su cuarto, en el altillo de casa, y me trajo un libro que contaba la
historia de Isadora Duncan.
A
la noche, ya acostada, recordé a Chingolo, mi gato muerto en el
sótano, y tuve miedo. Entonces encendí la luz y comencé a leer la
historia de esa bailarina. Y el miedo se fue poniendo inquieto, y
tuve ganas de ser como ella, de rebelarme, de ser excepcional, de que
todos me aplaudieran mientras yo movía el cuerpo con belleza. Creo
que tenía fiebre cuando me dormí horas después tapándome la oreja
con el libro para dejar de escuchar el maullido distante de mi gato.
De
noches así están hechos mis sueños.