viernes, 21 de febrero de 2014

Historias de la niña enojada. II) Chingolo


Pensé que se habían olvidado de ir a buscarme a la escuela. La maestra, sentada junto a mi en la escalinata, me observaba con gesto compungido. No eran muchas cuadras, tal vez seis o siete, pero nadie dejaría que volviera a casa sola. Creo que tenía ocho años.
Era otoño. Soplaba un fuerte viento helado y las hojas se arremolinaban contra mi portafolios de cuero marrón apoyado en el suelo. Pienso que pasaron muchas horas, pero supongo que habrán sido apenas unos minutos, porque los niños siempre estamos ansiosos cuando pensamos que no nos aman. Entonces lo vi venir, cruzando la avenida, y mi corazón comenzó a latir a prisa, como siempre que él estaba cerca.
Tenía veinte años, el pelo por los hombros y usaba un poncho de fibras naturales que alguien le había regalado. Era hermoso. Mi hermoso hermano mayor.
No importaba haber esperado porque me tomó de su mano y comenzamos a caminar hacia casa. Entonces él me contó que había muerto el gato; que lo habían buscado por todas partes para que yo no me pusiera triste al volver de la escuela y que finalmente lo habían encontrado en el sótano, que había muerto. Lo dijo con voz grave y pausada, mientras me apretaba la mano un poquito más fuerte de lo habitual.
Ya no hablamos más hasta llegar a casa. Fue cuando mi hermano subió a su cuarto, en el altillo de casa, y me trajo un libro que contaba la historia de Isadora Duncan.
A la noche, ya acostada, recordé a Chingolo, mi gato muerto en el sótano, y tuve miedo. Entonces encendí la luz y comencé a leer la historia de esa bailarina. Y el miedo se fue poniendo inquieto, y tuve ganas de ser como ella, de rebelarme, de ser excepcional, de que todos me aplaudieran mientras yo movía el cuerpo con belleza. Creo que tenía fiebre cuando me dormí horas después tapándome la oreja con el libro para dejar de escuchar el maullido distante de mi gato.
De noches así están hechos mis sueños.


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